El final del siglo XIX ya viene marcado por los intentos de modernización de Japón. La Era Meiji (1867-1912) fue testigo de la transformación de un Estado feudal a un estado moderno, aunque no fue tras la victoria japonesa en la Primera Guerra Sino-japonesa y la Guerra Soviético-japonesa en los últimos años de siglo XIX, que Japón no empieza a destacar realmente en el panorama internacional y dibujarse como una gran potencia en Asia en su camino “hacia el poder mundial, tanto en el orden económico (...) como en el orden político y expansivo en Extremo Oriente, tras las conquistas y anexiones territoriales”[1]. Para ello es necesario que Japón haga unos esfuerzos titánicos en tener que conjugar tradición y modernidad, siguiendo los parámetros de los modelos occidentales. Esto implica tener que establecer instituciones democráticas y tener que equilibrar el poder militar (como ya ha demostrado) con el poder económico (pendiente de demostrar) y el político. Una de las vías para conseguirlo es potenciar y establecer unas sólidas relaciones internacionales con el resto de potencias, través del fortalecimiento de las acciones diplomáticas con Francia, Gran Bretaña o Rusia. La instauración de la Era Taishō (1912-1926) aún agudizó más la necesidad de tener que estar a la altura del estatus que estaba alcanzando. Se encontraba bajo la presión de tener que ajustarse a una constitución democrática -que implicaba la difícil tarea de participación de la población en las elecciones- desde el marco de unas instituciones políticas que aún no eran muy sólidas, con lo que el Estado intentó demostrar, una vez más, a través de su potencial militar que podía cumplir con los requisitos que suponía ser una potencia mundial. Es en este momento que Japón se lanza con más fuerza a la aventura colonial, con el ánimo de emular las grandes expansiones territoriales que tenían las potencias occidentales. La Primera Guerra Mundial sirvió para fortalecer la economía y la industria japonesa; como afirma Ian Buruma “el año de 1920 fue el mejor de todos los tiempos para muchos japoneses”[2]. El hecho de haber podido engrosar sus arcas gracias a la intensiva producción para abastecer a las fuerzas aliadas le concede los medios económicos para iniciarse en la aventura expansionista en Asia y ganándose a las potencias occidentales como enemigos. Un poema aparecido en el periódico Yomimuri es una justificación a esta expansión: Japón considera que es justo mantener su statu quo en la zona “we are standing for justice” porque, según ellos, les es debido, puesto que su expansión no es fruto de la búsqueda de intereses -como en el caso de los países occidentales “while they are attacking for profits”-; para Japón, ellos están haciendo lo correcto dentro de su misión de forjador de una gran familia asiática “while we are constructing the great East Asia Family”.
Sin embargo, todas estas palabras no parecen más que un intento de autoconvencerse de que lo hacían era correcto, sin tener en cuenta ningún otro factor que el de incrementar su poder. Japón se inicia en una aventura expansionista por China (agresiones en Manchuria y en el Noreste de China) porque este país le ofrece el escenario idóneo para hacerlo. En ese momento, -los años 30- China disponía de una serie de recursos materiales, humanos y económicos muy tentadores para cualquier país con una necesidad de autoabastecerse. Conocedores de la debilidad del sistema político chino de la época y de la difícil situación interna, podían tirar hacia adelante sus propósitos sin ninguna dificultad añadida; lo que no contaron es que las dos fuerzas políticas adversas se unieron en esa ocasión para evitar un desastre mayor...; quien sabe si de no haber sido así, quizá hoy en día el norte de China no sería territorio chino (o motivo de disputa como el caso de otras islas).
Cuando Japón se encuentra en su momento de mayor fuerza (años 40), y alentado por los sentimientos ultranacionalistas de algunos políticos e intelectuales, como Nishida Kitaro[3], que exaltaban el sentimiento patriótico hasta el punto de creerse una raza superior a todas las demás por la pureza de su espíritu, decide aliarse a los dos máximos representantes del fascismo europeos, Alemania e Italia en el Pacto de Acero, poniéndose consecuentemente en contra de las grandes potencias como Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. Pocos años antes (en el 1937) se había publicado el Tratado Kokutai no Hongi, mediante el cual se incitaba a los japoneses a que abandonen sus pequeños egos y busquen en el emperador la fuente de su existencia[4]. Otros filósofos de la talla de Kitta Ikki hablan sobre la posibilidad de llegar incluso a la violencia (golpes de Estado, guerra) para liberar a los países del sudeste asiático del control y opresión de Occidente: la frase publicada en un artículo de prensa en el Yomimuri es claramente reveladora de esta intención “the influence of the occidental peoples in East Asia must be driven away”. Este tipo de manifestaciones no hacían más que alentar un nacionalismo en exceso, que en última instancia, les lleva a crear un pacto de Acero que les llevará al más completo desastre durante la Segunda Guerra Mundial. Como castigo al boicot de petróleo de las Fuerzas Aliadas, Japón determina un ataque aéreo contra Pearl Harbour que cristalizará en el lanzamiento el mismo año (1945) de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que relevarán al país a los puestos más inferiores de cualquier tipo d aspiración, así como a una vergonzosa posición mundial y a una anulación del patriotismo ultranacionalista.
El propio desarrollo de Japón le llevó a su ruina. La fuerza militar y el prestigio internacional conseguidos a raíz de su prosperidad como nueva potencia moderna hacen que ellos mismos se retroalimenten de una serie de sentimientos desmesurados acerca de su posición en el mundo que se plasman en los violentos ataques y las atrocidades que lleva a cabo durante su proceso de expansión. Si bien estos procesos de ocupación colonial entrañan dificultades intrínsecas, en el caso del imperialismo japonés aún resulta más complicado y agresivo, por un lado por ese sentimiento de superioridad nacionalista incluso por encima de las mayores potencias mundiales y, por el otro, porque los países en los que estaban avanzando ya había sufrido la experiencia colonial anteriormente y, no estando dispuestos a ser nuevamente colonizados, ofrecen su máxima resistencia.
[1] “La plenitud de la expansión exterior: el imperialismo japonés” en ArteHistoria. Disponible en http://www.blogger.com/www.artehistoria.jcyl.es/batallas/contextos/4423.htm
[2] BURUMA, I. (2003). La creación de Japón, 1853-1964. Barcelona: Mondadori, pp. 67-96.
[3] Considerado el filósofo más importante de inicios del siglo XX, según las palabras de Ian Buruma. Op.cit.
[4] Buruma, Op.Cit.
[2] BURUMA, I. (2003). La creación de Japón, 1853-1964. Barcelona: Mondadori, pp. 67-96.
[3] Considerado el filósofo más importante de inicios del siglo XX, según las palabras de Ian Buruma. Op.cit.
[4] Buruma, Op.Cit.