El siglo XIX representa, tanto en China como en Japón, el punto de partida del cambio absoluto que sufren ambos países especialmente en el ámbito político y, consecuentemente, en el terreno económico y social: el siglo XIX simboliza la entrada al mundo moderno.
Esta irrupción en la modernidad no se produjo de manera paralela ni simultánea. Concerniente a China, la dinastía Qing, con Qianlong al poder, empieza a sufrir las primeras consecuencias de un dominio marcado por la corrupción en los cargos de la administración del estado, derivadas de la fuerte centralización del gobierno[1]. Las arcas del estado comienzan a escasear, ya que estos fondos habían servido para sufragar los gastos de las revueltas de la época, así como los dispendios de la Corte. A nivel social, se vive un continuo crecimiento demográfico en época de recesión económica que, juntamente con la escasez de las tierras[2] y el aumento de los tributos, provoca los primeros malestares entre la población. Del mismo modo, el estancamiento político y económico incita a grandes choques entre linajes y las diferentes etnias; la posterior devaluación de la moneda (y su efecto inminente sobre la capa más pobre de la sociedad) y el aumento del precio de las tierras por la caída de las rentas agrícolas agudizan el descontento social que acaban provocando “la terrible explosión social que desde hacía 50 años venían anunciando ya numerosos signos precursores”[3]. Así pues, es en este momento en que se originan numerosas rebeliones, levantamientos, motines y todo tipo de insurrecciones por todo el Imperio. De entre ellos, cabe destacar la importante Rebelión de los Taiping (1851), cuya base se entreteje a partir del rechazo de a la burocracia gobernante y en favor de las clases menos aventajadas de la sociedad. Este grupo revolucionario da pie a la creación de sociedades secretas y sectas religiosas, que promovían una nueva organización social que los liberara de la opresión a la que se veían sometidos y ocasionando graves desequilibrios en el gobierno manchú. No obstante, éstos no fueron los únicos acontecimientos transcendentales durante este periodo; China mantiene relaciones con algunos países extranjeros fundamentadas en el poder del Tianming[4] y de su preponderancia por encima de todos los países extranjeros. Las relaciones comerciales entre China (especialmente en la zona de Cantón[5]) y sus socios extranjeros eran muy restrictivas, lo que condujo a la persecución china de la comercialización de todos los productos que podían frenar su desarrollo, por ejemplo del opio británico[6]. Oponerse a la superioridad del Imperio británico supuso para China la pérdida de unas ventajas comerciales, puesto que muchos de sus puertos se vieron abiertos a las potencias occidentales que pululaban en la zona. China veía como Occidente entraba en su panorama socio-económico con la firma del Tratado de Nanjing[7].
Japón, por su parte, también es víctima de enfrentamientos sociales fruto del choque con el sistema imperial vigente en el país. A diferencia de China, el Emperador japonés[8] sólo ostentaba un poder religioso y espiritual, mientras que el poder político y militar estaba en manos del shogunato[9]. El sistema social es estructuralmente muy jerarquizado; los samuráis, la nobleza y las cortes se encuentran en los estratos más altos del escalafón; los comerciantes, religiosos y la población urbana se sitúan, por contra, en los escalones más bajos de la sociedad. Sin embargo, las ciudades poco a poco se van urbanizando, de manera que la creciente demanda implica un crecimiento considerable de la producción en general, que cada vez más se va especializando y variando. Por consiguiente, lo que anteriormente constituía una economía de autoabastecimiento, en ese momento se convierte en una producción de mercado. Frente al auge de la clase comerciante, los samuráis ven cómo su papel en la sociedad es rebajado en detrimento de la nueva clase emergente de poderosos mercaderes. Asimismo la rápida urbanización repercute en las zonas rurales, que observan impotentes cómo se convierten cada día en más pobres. A pesar de sus quejas y de las revueltas que protagonizan, la presión más fuerte que recibe la corte imperial es la ejecutada por los samuráis de clase más baja y los comerciantes influyentes que unen sus fuerzas para combatir las estrictas y obsoletas normas feudales, y en pro de conseguir una unidad nacional con la figura del Emperador al frente. Estimaban que tanto la economía como la organización del estado precisaban una reestructuración inmediata, y al contrario de la actitud temerosa de China ante la presencia extranjera, en Japón brotaron importantes grupos que apostaban por apoyar dicha reestructuración sobre los modelos occidentales. El objetivo era claro: para no caer en la decadencia de su vecino -China- era necesario modernizar e industrializar el país adaptando las técnicas occidentales a su civilización de forma que situara al país en igualdad de condiciones ante el mundo más potente. En conclusión, este análisis comparativo ilustra que si bien el siglo XIX supone para China un descenso de su potencial y el inicio del fin de su sistema dinástico, para Japón significa el primer paso para convertirse en la gran potencia mundial que demostrará ser en el siglo posterior.
[1] El Emperador concentra en su figura todos los poderes (político y militar) y lleva a cabo un control muy estricto del Imperio. Grado de centralización muy elevado.
[2] Las tierras se concentraban en manos de unos pocos señores terratenientes ricos.
[3] Tal y como apunta J. Gernet, las rebeliones más destacadas son la del Loto Blanco y del Orden Celeste -en el norte-, las de las costas de Guangdong, Fujian y Zhejiang a causa de la reaparición de la piratería, mientras que en el sur los campesinos y la población no china también hacen lo propio. [GERNET, J. (2005). El mundo chino. Barcelona: Crítica, p.483]
[4] Hace alusión a la figura del Emperador como poseedor del Mandato del Cielo.
[5] Estos comerciantes crean un monopolio conocido con el nombre de Cohong, a través del cual se obtienen cuantiosos beneficios.
[6] El comercio del opio indio con el Imperio británico era muy prolífico, con lo que obstaculizaba la entrada de dinero que generaba este comercio en China.
[7] MARTÍNEZ ROBLES D. Penetración extranjera y rebeliones internas.
[8] En el siglo XIX la dinastía imperial era la perteneciente al clan Tokugawa.
[9] Es lo que se conoce como el sistema Bakufu.